Desde hace tiempo vengo pensando que en El Salvador la palabra suicidio, es una mala palabra. Propia de locos, que decidieron quitarse la vida por el simple hecho de no tener los suficientes huevos para afrontar sus propios problemas. También, que para algunos “buenos cristianos”, es cosa de degenerados que están siendo quemados en el infierno por no haber respetado el regalo de Dios. Son sólo unos pocos los que comprenden el dolor que envuelve la palabra “suicidio” y me entra la duda ¿En qué momento decidimos quitarnos la vida?
Por increíble que parezca, hasta hace unos instantes me di cuenta de que el 10 de septiembre es el día internacional de la prevención del suicidio. Un poco cómico hasta cierto punto, porque al ser hija de alguien que se suicidó, debería haberme enterado de que existía esa fecha.Quiero contar un poco de mi historia…
La historia de la niña que sobrevivió, y no me refiero a que yo me intenté matar, pero de que soy sobreviviente, soy sobreviviente: de las malas miradas, de los comentarios indiscretos, de lástimas, de la culpabilidad, de la vergüenza…pero sobretodo: del estigma que conlleva ser hija de alguien que se suicidó. Y es que me pregunto ¿Desde cuándo es vergüenza ser hija de una persona que decidió quitarse la vida? No fui yo la que un día a las cinco de la mañana se levantó de su cama, se dirigió al comedor, se sentó sobre un banco, puso una pistola tipo escuadra en su cabeza y jaló del gatillo. No fui yo quien se disparó, fue él…Pero la bala no sólo atravesó su cabeza, atravesó el corazón de mi mamá, de mi hermano, de mi abuela, de mi abuelo, de mis tíos, de su mejor amigo y de mí…Nos mató un poco a todos, de un solo plomazo. En el suelo quedaron recuerdos, sonrisas, promesas, responsabilidades, palabras nunca dichas y definitivamente mucho dolor. Que crudo es decirlo así, explicar que alguien un día decidió que uno no valía lo suficiente la pena, como para aferrarse a ella. Es difícil comprender los tres segundos decisivos que se vuelven eternos, ese instante de absoluta valentía para hacer lo inmencionable. Quizás hubiera querido tener más edad, haber tan siquiera visto alguna señal, tener más fe para saber orar mejor o no sé, pero tener algo para poderlo ayudar. Al final, supongo que no era mi tiempo, quizás enojarse con quien se suicidó es una pérdida de tiempo y lo mejor que nos queda a los que hemos sobrevivido a un suicida es ayudar a otros.
Durante mucho tiempo nunca me enteré de nada, por años mi mamá contó una historia diferente. Algo de un accidente limpiando la pistola y por mucho tiempo, al menos mi infancia y mi adolescencia, crecí pensando que cualquiera podía ser víctima del momento, de la mala suerte. Pero cómo es de imprudente la lengua del ser humano, cómo le encanta a algunas personas ahondar en el morbo, escarbar la herida, saborear el dolor ajeno que nos carcome la mente y sentirnos superiores al hacer sufrir a los demás. Y es que así son muchos salvadoreños; voraces, con hambre de ése sentimiento que nos calienta las entrañas con el sufrimiento ajeno. Mi mamá nunca se enteró, pero hubo varias personas, que entre dientes, le preguntaban a un par de niños huérfanos de cinco y ocho años ¿Qué se sentía que su papá se hubiese matado? Preguntas tan tontas cómo ¿verdad que su papá se metió un balazo? Todavía recuerdo las palabras de ese señor, a la puerta de la casa de mis abuelos, bien puesto, bien tranquilo, con una sonrisa en la cara al preguntarles semejante cosa a unos niños. En ese momento, me acuerdo que me dio risa hasta cierto punto, desgraciadamente tiendo a reírme de muchas cosas y le dije: “No, mi papá no se murió así”, “bien” me dijo, como todo buen ahuachapaneco y me sugirió que se lo preguntara a mi mamá; así lo hice. Si tuviera la edad que tengo ahora, me volvería a reír pero no sé qué le respondería, quizás al ser un hombre del campo, muy humilde en su aspecto no tenía la educación suficiente para distinguir la línea entre conversar tranquilamente y el ser imprudente. Así como él, muchas personas en El Salvador cometen imprudencias, muchas veces cargadas con la mejor intención del mundo, como es la de algunos cristianos. Pero déjenme decirles algo, si es que son buenos cristianos de domingo a misa o al culto, a nadie le gusta que le digan que el amigo que se suicidó, que el papá o la mamá que se suicidó, que el hijo que se suicidó se encuentra ardiendo en el mero infierno y fue desterrado del amor de Dios. Lo gracioso, es que también me topé con ese tipo de personas, increíble la sonrisa en el rostro al repetir que nunca lo volvería a ver porque se estaba quemando en el infierno. La respuesta más épica que di, fue que no importa que estuviera en el infierno, que yo misma iría a buscarlo. La verdad es que, nadie sabe qué pasó después de la bala. Y la verdad, es que creo en un Dios de misericordia, en un Dios tan locamente enamorado de nosotros, pedazos de basura que decidió mandar a su hijo perfecto a ser torturado para darnos la oportunidad del descanso eterno. Y si ése loco enamorado, que se desprendió de su hijo para salvarnos, no le da oportunidad a las personas que se suicidan entonces su amor no es infinito y dirán que no sé de lo que estoy hablando, pero al final ¿Quién lo sabe? Somos millones y millones de personas y lo único que predicamos es el odio disfrazado de “corregir con amor”. Es por eso que considero que si quieren decir algo y ese algo puede lastimar a alguien, simplemente no lo digan ni lo quieran disfrazar de corregir con amor.
Pero bueno, nos pasamos a la parte religiosa, que últimamente está muy de moda odiar, así que volvamos a la parte práctica que de seguro su morbo les hace el favor de pensar que los hijos de suicidas somos niños sufridos. Pero no, al contrario somos valientes, lo suficiente para aceptar que el acto del suicidio fue de alguien más y no de nosotros, valientes incluso para comprender y sobre todo para perdonar. Los hijos de los suicidas, estamos conscientes, que lo que nuestros padres hicieron no es algo para premiarse, tampoco estamos orgullosos. Sin embargo, deseamos firmemente que absolutamente nadie, jamás, mucho menos un niño, pase por un momento así.
Ningún niño, jamás debería sentir que no valió lo suficiente la pena para hacer que sus padres lucharan por él, ningún niño debería sentir ese vacío, ni la culpa. Ningún adolescente debería jamás sentir vergüenza, tampoco un padre jamás sentir decepción. El proceso de aceptación no es de día, ni es de meses, tampoco de años, tardas toda una vida para comprender muchas cosas, las heridas no van a cerrar nunca, las preguntas imprudentes y mal intencionadas siempre van a estar a la orden del día y la necesidad de respuestas te comerá siempre, pero a pesar de que todo suene tan negativo, es bueno saber que no estamos solos y que nunca fue nuestra culpa.
Cada día 3,000 personas deciden quitarse la vida, el 70% jamás dio indicios visibles para los demás de vivir en depresión, es más en ojos externos eran personas alegres y exitosas, por eso es tan importante educarnos para identificar síntomas y señales de alerta. Cuando entendamos que la depresión es una enfermedad, dejaremos de verla como un tabú y comenzaremos a tomarla en serio. Hoy en día, el suicidio se lleva la vida de personas muy jóvenes, adolescentes y niños que están siendo víctimas del bullying. Pero ése es otro tema, demasiado largo para incluirlo en éste artículo, pero si vale recalcar que puede llevar a cualquier persona a un punto de quiebre sin retorno y ahí sí, el suicidio tiene culpable, con nombre y apellido. El consejo de esta nadie, es que estemos atentos y que si vemos algo que no nos gusta, tengamos los huevos bien hinchados, esos que decimos los salvadoreños que tenemos bien grandes y detengamos el abuso, que si vemos a alguien triste, lo animemos; que si lo que diremos no va a ayudar a nadie, simplemente no lo digamos; que si podemos defender a alguien, que lo hagamos.
Pero bueno, en fin tanta letra y consejos de más, si se estaban preguntando ¿Por qué se decidió suicidar mi papá? Déjenme decirles que hasta el día de hoy, seguimos buscando alguna carta escondida detrás de algún cuadro que explique un “por qué”. Lo que nos mantiene unidos a mi familia, es el hecho de haber perdonado a mi papá y que si alguno de los que ha leído este artículo se siente deprimido o haya vivido una experiencia similar, lo invito a buscar ayuda y a que piense que la vida aún tiene cosas hermosas por ofrecer, que así como hay gente mala, hay gente muy buena.